El deseo de
vivir eternamente, para siempre, es una aspiración profunda del hombre, como
han puesto de manifiesto los filósofos, los escritores, los artistas, los
poetas -y de forma especial los enamorados- de todos los tiempos. El hombre está
hambriento de eternidad.
Ese afán por
eternizarse y por perpetuarse, se manifiesta de diversos modos: en la forma de
enfocar los proyectos; en el deseo de sobrevivir y de perdurar, por medio de
los hijos; en el afán por influir en la vida de otras personas o de ser
reconocido o recordado en el futuro… En todas estas manifestaciones se adivina
el afán, genuinamente humano, de eternidad.
Hay muchos
hombres que creen en la inmortalidad del alma; hay otros que entienden esa
inmortalidad como una reencarnación; y hay otros, en fin, que se empeñan en
alcanzar, a pesar del hecho ineludible de la muerte, un bienestar material o un
reconocimiento social a toda costa. Es sabido que por ese camino no llegarán a
satisfacer plenamente esos afanes, entre otras cosas porque el bienestar y el
reconocimiento no dependen sólo de la propia voluntad.
En este
contexto, el cristiano es profundamente realista: sabe que con la muerte se
desvanecerán para siempre todos los sueños humanos fatuos.
En ese dilema muerte/inmortalidad el
cristiano tiene la certeza de que Dios le ha creado haciéndole a su imagen y
semejanza (cfr. Gn 1,
27); y sabe que cuando se avecine la prueba suprema, Cristo le
confortará, convirtiendo sus angustias de muerte en dolor de corredención.
Está convencido de que el mismo Jesús, al que ha servido, imitado y amado en
esta tierra, le recibirá en el Cielo, colmándole de gloria y felicidad.
El cristiano
sabe además con certeza que, gracias a la inmensa y gozosa verdad de la fe,
gracias a Cristo, la muerte, su último enemigo en esta tierra (1 Cor 15, 26), no será el final de todo:
tras ella alcanzará la visión eterna de Dios y la resurrección del cuerpo al
final de los tiempos, cuando todas las cosas se cumplan en
Cristo.
La vida no
acaba aquí: por eso estamos convencidos de que el sacrificio escondido y la
entrega generosa de millones de personas a las que nadie conoce tienen un
profundo sentido y alcanzarán su justa recompensa en la otra vida: una
recompensa que, por la infinita misericordia de Dios, superará cualquier bien
al que el hombre pueda aspirar. “Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento
de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y
considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la
grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre
vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con
la novedad de una dicha nueva?” (Cfr. Surco,
n. 891).
Extraído de La muerte tras la vida, la esperanza del cristiano, en Opusdei.es
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