En estas fechas resulta interesante recordar el sentido de las ofrendas de los Magos de Oriente. Para ello traemos hoy un artículo de don Guillermo Juan Morado, sacerdote, doctor en Teología por la PUG de Roma y licenciado en Filosofía, titulado Oro, incienso y mirra.
Los Magos, al ver a
Jesús con María, su madre, “cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo
sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2,11). Los Magos
son los segundos destinatarios de la revelación del nacimiento de Cristo.
Los
primeros son los pastores, que representan a los apóstoles y a los creyentes
del pueblo judío. Luego, los Magos, que prefiguran la plenitud de las naciones;
es decir, a las gentes que vienen a Cristo desde lejos. Finalmente, los justos,
los que más anhelaban su venida. A estos últimos se dio a conocer Jesús en el
Templo.
¿Cuál
es el sentido de estos regalos: el oro, el incienso y la mirra? El oro es un
símbolo de la realeza. Jesús es el Rey, pero no es un rey como los reyes de la
tierra. Santo Tomás, citando a San Juan Crisóstomo, comenta que “si los Magos
hubieran venido en busca de un rey terrenal, hubieran quedado confusos por
haber acometido sin causa el trabajo de un camino tan largo”.
Jesús
es un Rey celestial. Su reino no es de este mundo (cf Jn 18,36). La realeza de
Cristo se ejerce “atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su
resurrección” (Catecismo 786). Su dominio real se traduce en servicio, en
entrega, en dedicación a los otros, especialmente a los pobres y a los que
sufren.
El
incienso nos remite a la divinidad. Jesús no es sólo un hombre; es el Hijo de
Dios hecho hombre. Los Magos “veían a un hombre, pero reconocían a Dios”,
escribe el Pseudo-Crisóstomo. No se escandalizan de su pequeñez, de su
debilidad, de su limitación. Ven en el Niño a Dios.
La
mirra se empleaba para embalsamar a los cadáveres. Jesús “había de morir por la
salvación de todos”, comenta San Agustín. Se trata, pues, de un signo de la
humanidad del Señor, que no dudó en compartir nuestra condición humilde y
abocada a la muerte.
San
Gregorio Magno encuentra nuevos significados para estos tres presentes. El oro,
dice, es la sabiduría; el incienso, es la virtud de la oración; la mirra, la
mortificación de la carne: “Ofreceremos, pues, oro a este nuevo Rey, si
resplandecemos delante de él con la luz de la sabiduría; el incienso, si por
medio de la oración con nuestras oraciones exhalamos en su presencia olor
fragante; y mirra si con la abstinencia mortificamos los apetitos de la
sensualidad”.
Todas
nuestras ofrendas no tendrían valor si Cristo no hubiese convertido su vida en
sacrificio “de olor agradable” (Ef 5,2). Todos nosotros, los cristianos,
estamos ungidos, con el santo crisma, por una mezcla de perfumes de gran
precio. Estamos llamados a exhalar el buen olor de Cristo (cf 2 Co 2,15).
Que
cada uno de nosotros, como los Magos, ofrezca al Señor regalos conformes con su
dignidad: la sensatez de reconocerlo como Dios, de adorarlo como merece y de
ofrecerle la sujeción de las pasiones que nos confunden.
En
el oro, el incienso y la mirra “se manifiesta, se inmola y se da en comida”
Jesucristo. Él llega; en su mano “tiene el reino, y la potestad y el imperio”.
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