Jesús
establece las condiciones para seguirle: negarse a sí mismo y tomar la propia
cruz. Para escuchar el evangelio de hoy se necesitan corazones recios, pero
desconfiados de sí mismos; acostumbrados a enfrentarse con la dureza de la vida
y que no escapan al sufrimiento. No son situaciones especiales, son suficientes
las que la vida nos trae durante años y de las que tarde o temprano, nadie
escapa: problemas familiares, enfermedades, sacar adelante la familia y el
trabajo, soledad, limitaciones psicológicas, vacío y oscuridad durante años en
la oración y celebración, apostolado generoso sin frutos… No es fácil ser
cristianos adultos, porque Dios también quiere nuestra felicidad, no es un
aguafiestas, quiere que tengamos gusto por la vida, el placer, la fiesta. Jesús
no buscó el sufrimiento y no quiere que lo busquemos nosotros, pero lo que
desea es que no huyamos de nuestra fidelidad al evangelio y el Reino y luchemos
por la felicidad de los oprimidos, marginados, excluidos. Jesús no nos invita a
sufrir, sino a amar, aunque nos pueda acarrear la persecución de los que viven
mejor y con más privilegios.
Son
los crucificados los que acaban triunfando, el que pierde la vida el que la
encuentra, las paradojas de Jesús, por eso renegar de sí mismo y cargar con la
cruz, no es renunciar a la vida feliz, sino aprovecharla mucho mejor, es optar
por una felicidad más profunda y amplia para todos, que nace de la experiencia
comunitaria y del seguimiento. Y es que en las actuales circunstancias: “¿De
qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?”
Extraído del comentario del
padre Julio César Rioja ,cfm, al evangelio de hoy -vigésimo segundo domingo del
tiempo ordinario (Mt. 16, 21-27).